Redskin
mayo 17, 2015
A las siete de la mañana un grupo de hombres con sombrero de ala se acercaban a mi mesa, pagaban mi desayuno y se enfrascaban en reseñas sobre la ruta que iba a tomar. Típicamente el oeste, Seligman, este era el punto de partida y así de directo empezaba el día. Después de recobrar el depósito de doscientos dólares que el ama regañona del motel me había obligado a dejar salí hacia Grand Canyon: por delante 162 kilómetros y un paso de montaña de 2.150 metros de altitud.
Cuando ascendía por su falda una nube procedente del este empezó a llover, luego a nevar tímidamente y casi instantáneamente le pareció buena idea dejar caer un granizo diminuto y diamantino como escamas de sal Maldon que me iba empapando poco a poco y con el que era imposible enfadarse gracias a su alegre tintineo. Pero el viento de las alturas desbarató esta nube indecisa, el sol se coló a través del desgarro y por ensalmo quedé envuelto en neblina hasta las rodillas, el vapor serpenteaba por el suelo fingiendo que el negrísimo asfalto fuese lava humeante y a la mínima perturbación del aire se agitaba y arremolinaba y duraba lo que dura la vanidad de un chiquillo. Entonces otra nube de peor calaña llegó arrojando más granizo, mayor que el anterior e iba creciendo en tamaño a un punto en que dando sobre mi empezó a hacerme daño. Sonriendo como quien sabe las cartas de su adversario salté del whike, lo incliné de lado sobre una rueda y me guarecí bajo la vela. Los proyectiles de hielo chocaban oblicuamente sobre ella y salían despedidos sin causar el menor efecto. Viendo que el invento funcionaba la nube se puso a tronar con muy mal perder. Dos hermanas suyas le respondieron desde lejos y sus destellos daban a entender que estaban triangulando mi posición para descargar un relámpago vengador sobre el mástil. Aprovechando un receso en la granizada puse pies en polvorosa, coroné y me lancé al descenso. Pero ay, a dos grados y bajo un feo celaje, calado de cintura hacia abajo, así como las manos y la cabeza, llegaba a una gasolinera al fin, frio como una barra de hielo y con la sensación de un empate injusto. Hay muchos días por delante, nos volveremos a ver los elementos y yo.
A las siete y media de la tarde llegaba a Grand Canyon, después de haber vivido todo el día como un piel roja moría de ganas de ducharme y descansar como un rostro pálido.
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