Muddy Mississippi

Salí de Centerville a las 7:00 para liquidar los primeros veinticinco kilómetros a costa de la energía proporcionada por el sueño antes de parar a desayunar en Bloomfield. Llegué con el hambre muy abierta porque de camino le eché una carrera a un garrido caballo que con vivo trote tiraba de una carretilla, lo guiaba desde el pescante un granjero circunspecto, erguido y atildado, muy concentrado en la tarea. El resultado fue que cuesta abajo y en el llano vencía yo, pero si venia cuesta arriba el caballo me daba tortas con queso. El empate era imposible, ya sabemos que Amelia y los caballos casan mal. El restaurante de Bloomfield se llamaba Family Restaurant. Tomé mesa y pedí breakfast. Nada más abrir la boca los seis locales de una mesa más allá se giraron a curiosear: acento raro, uno ochenta y siete vestido de rojo, la piel quemada, ah, y una vela aparcada en la puerta. Ya terminaban estos e iban pasando a pagar uno a uno, pero no salían a la calle, se iban acercando a mi mesa con el disimulo que una manada de vacas cruza el pueblo por la calle mayor. Primero los saludos y las preguntas y luego bromas y otras confianzas. Uno de ellos salió y leyó la vela. Volvió a entrar y le dijo algo al oído de un compañero. La voz se corrió y pronto todos tiraron mano a la cartera y empezaron a sacar dinero. Alto, alto, quietos, stop. No, no. No acepto dinero. Tuve que explicarles la historia completa y decirles que no recaudaba dinero en efectivo ni tampoco lo necesitaba para comer durante el viaje. Lo entendieron. Reconocimientos, agradecimiento y estrechones de mano. Cuando ya se iban, el último de repente giró sobre sus talones, en dos zancadas regresó a mi mesa y de un imperativo manotazo puso sobre esta un billete de diez dólares. Spend it, dijo, dio media vuelta y salió por la puerta. Yo me sentí incómodo, pero la camarera, divertida con el evento, me dijo que no lo tomara mal, que conocía a aquel hombre y lo había hecho porque quería demostrar que apreciaba mi historia y mi esfuerzo. Bien, me dije, pagaré el desayuno y dejaré una buena propina en este lugar de atmósfera familiar y afortunada. Pero entonces alguien tocó mi espalda con la mano y, en castellano, me deseo buenos días. Era el dueño del restaurante. Se sentó conmigo. Has reconocido mi acento, le dije. Si, contestó, ¿de qué parte de España eres? De la costa Mediterránea, y tú, ¿de dónde en México? De Puebla. Platicamos unos minutos y me invitó a desayunar: hoy por ti y mañana…., dijo. Te vas a perder la final entre el Barcelona y la Juventus, me advirtió, si aun estás por aquí puedes venir a mi casa a verlo.

Fort Madison está a orillas del Missisipi, the muddy Missisipi. El agua tiene un aspecto siniestro porque la corriente arrastra toneladas de limo. No sé donde estará, más al sur, la isla a la que Tom Sawyer y sus camaradas se escaparon para vivir en libertad, pescar y nadar en el rio, lejos de las obligaciones y la censura de los adultos; yo desde luego estaba dispuesto a darme un chapuzón, como en todas las aguas legendarias que he visitado, pero se me quitaron las ganas al ver los peces muertos y las nubes de mosquitos. Este Fort Madison salta a la vista que tuvo décadas mejores, está un poco cochambroso pero atrae al turismo nacional, nos costó varios intentos encontrar alojamiento.

Mi ataque de alergia se ha vuelto crónico. La medicación es inútil. Solo estoy a salvo en interiores, es decir, nunca. Mis ojos están rojos e hinchados, el picor se ha transformado en dolor, y de tanto como duelen los ojos duele la cabeza. La única solución para continuar adelante es usar mascarilla, aunque será un obstáculo para respirar fuerte. Hay que seguir si o si.

Centerville a Fort Madison 156 kms

¿Qué opinas?

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos necesarios están marcados *

 
Go top