Con 7 vidas yo tampoco temería al cáncer
enero 28, 2015
Desde que tengo mente Gato siempre ha existido. Gato no era un ejemplar sino un cargo vitalicio en una institución doméstica felina. Ostentar la titularidad era inscribirse en una saga de héroes que se sucedían como por encarnación, es cierto que se parecían tanto cada uno al siguiente que se insinuaba la inmortalidad. Gato pertenecía a una estirpe de siameses y era siempre completamente negro. Gato no tenía nombre porque su ama nunca lo llamaba, Gato se limitaba a existir en círculos que expandía y contraía alrededor de ella, de modo que nunca distaba de su deber. Y Gato nunca maullaba pidiendo nada, lo que enaltecía su excelsa gatunidad, muy lejos de un gato pillastre de plazuela. Como felino linajudo tenía una única responsabilidad muy encomiable. En la terraza trasera de la gran casa, varios peldaños descendían a un patio interior de tierra rodeado de vecindad y tejados que desaguaban en él, una miniselva donde no faltaban plataneras y helechos. En un ángulo del patio se había levantado un corral para gallinas y conejos, y aunque sus habitantes carecían de mayor atracción para una sociedad felina acostumbrada a los buenos aderezos, estando el corral expuesto por diversos accesos tenía otros muchos pretendientes, gatunantes de barrio, y durante la noche grandes apetitos circulaban a su alrededor. La protección de este recinto mantenía a Gato en eterna convalecencia de las melladuras provocadas en las agarradas, pero en verdad esta no era su auténtica misión, la cosa era así: en aquella casa no fiaban de bancos ni cajas de ahorro más de lo administrativamente inevitable, consideraban a los empleados tiralevitas y mercaderes que se deleitan manoseando y deseando la fortuna ajena, se hablaba de ellos a escupitajos y guardaban las alhajas en un bote de cristal ahumado, relleno de algodones, sepultado unos cuantos dedos bajo tierra frente a la portezuela del gallinero, para que siendo zona de paso la mala hierba no confundiera el afortunado lugar. Gato vigilaba el campo nocturno y dormía el largo del día aplastado por la luz. Excepto si había visita. En ese caso vigilaba a los visitantes con un ojo abierto y otro dormido. Esto es importante subrayarlo. Si hubiera tenido los dos abiertos hubiera estado mirando sin más, pero un solo ojo abierto, esto es por completo diferente; un solo ojo es un foco guardián, hay que dirigirlo y hay que mandarlo registrar y relacionar todo lo que cae bajo él, no estamos hablando de mirar con ojos inexpresivos de chivo estúpido, sino de captar con astucia y analizar con pericia cada brizna de riesgo o anormalidad que pudiera delatarse en los movimientos de los forasteros. Esta era una encomienda muy grave y Gato no se concedía tonterías o frivolidades, excepto quizás de vez en cuando caminar por encima de las teclas del piano, e incluso esto Gato lo tomaba a pecho reconociendo perfectamente las notas que saltaban por donde él pisaba. Si pensáis que bromeo mirad lo que ocurrió un día. Un jardinero tuvo que cavar una regata en el patio para conducir por ella una tubería de riego y este quehacer le acercó demasiado al punto donde se escondía el bote. Gato no dudó ni un instante. Desde el árbol en que vigilaba saltó sobre la cabeza del pobre hombre y hundió las zarpas en su cráneo, las uñas afiladas penetraron la cuenca del ojo izquierdo, que no por ser carnavalesca la situación era de cristal, sacándolo de su órbita. Aterrado, el hombre se quitó de encima a Gato a manotazos, lo aferro del cuello y lo lanzó con todas sus fuerzas a los matorrales. La bola de cristal, como si fuera adivina, rodó por el suelo hasta detenerse exactamente sobre el tesoro. Todo formaba parte del plan, pensó Gato. El jardinero herido y desconcertado gateaba por el sendero hacia su ojo. Gato tomó la postura del humano como un recochineo innecesario que se añadía a la execrable intención de saquear la casa. Negrísimo y encrespado como una castaña se abalanzó de nuevo contra él haciendo presa en una pierna que cosió a cuchilladas y dentelladas. Al sumar la indemnización, los trabajos de jardinería costaron casi tanto como la poda de los setos de Versalles, pero cuando todo terminó Gato fue premiado por el celo demostrado. Y puedo asegurar que Gato lo supo. Gato moría de relevo, como una ola sucede a otra ola, y Gato continuaba en la responsabilidad contenida en su material genético, respetado y rodeado de comodidades caseras proporcionadas por el cuidado femenino.
Gata mostraba todas las tonalidades del marrón clásicas en un siamés, desde el más claro en el vientre hasta el más oscuro en la cara y patas, y el remate de la cola era blanco, puntero que utilizaba para hipnotizar y mantener agrupados a los cachorros. Gata era la segunda institución felina en importancia, aunque a la hora de la verdad eran sus gemidos y gruñidos los que marcaban la jerarquía y el ritmo de la colonia. Se dirá que los gatos no pueden asimilar una gran cantidad de conceptos, sin embargo el instinto de Gata sobrepasaba ricamente el conocimiento de una mascota vulgar. De hecho Gata podía lo inaudito, día a día se superaba en la audacia de sus planes. No falla que en una casa grande y antigua, repleta de rincones poco frecuentados y con patios silvestres anejos, parasiten los roedores, aunque se halle bajo la protección de tan encunado grupo gatuno. En una ocasión en acto de servicio Gata cobró tres ratones de doce centímetros en una sola ronda, pues este era su cometido oficial; pero la operación resultó extenuante. Tras esa cacería Gata ideó – sí, ideó – un sistema para atrapar ratones sin esfuerzo, tal como la ley felina preconiza. La táctica consistía en vomitar grandes bolas de pelo y situarlas en rincones junto a las paredes transitadas por los ratones. Estas pelusas encantaban a los roedores como material de fondo sobre el que dormir y se las llevaban a sus guaridas. Después de algún tiempo haciendo vida sobre pelo de gato se acostumbraban a su olor y su otrora avispado olfato dejaba de alertarles de la proximidad de los mininos, haciendo más fácil a Gata la tarea de sorprenderlos. Poco duró la ventaja, pues, como un ratón se mete por un agujero sin preguntarse en qué parte del planeta estará cuando salga por el otro extremo, ocurrió que un buen día se unió a la fraternidad roedora un ratolín extranjero. Este recién llegado había pasado un año en el puerto de Tokio donde ejércitos de gatos y ratones disputaban el territorio con toda clase de argucias, ningún truco era nuevo para él. Aleccionó a sus nuevos compañeros para que tomaran los vómitos de pelo y en vez de llevarlas a sus nidos las escondieran bajo la almohada de la ama, para enemistarla con Gata. Tras soportar varios castigos ejemplares e incompresibles, Gata pescó a dos ratoncillos decidiendo en qué lado de la cama colocaban una enorme y oscura bola de pelo. Les dejó hacer sin interrumpir la conspiración y al terminar les siguió con sigilo espiritual hasta su escondrijo, en el que irrumpió como un tornado dando rienda suelta a su naturaleza carnívora. Así es como se las gastaba Gata. Gata no desaparecía como Gato, cedía su trono y se largaba a un rincón en silencio.
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