Piel de lagarta imperial

Había reservado una cama en un dormitorio de cuatro en el albergue Equity Point de Londres, cerca de la estación de Paddington. Según el registro fui el tercero en llegar, después de un tipo de Nueva Zelanda y otro de Ciudad Real. Durante los días que permanecí alojado el neozelandés tuvo por costumbre regresar siempre pasada la media noche; entraba a oscuras, en sigilo, y su sombra se acercaba a mi cama para preguntarme infaliblemente si me molestaba que abriera las cortinas. A continuación se quedaba unos instantes de pie mirando hacia afuera, dando la impresión de complacerse del remanente de luz que entraba desde el patio interior, el debilitado resplandor de una ráfaga proveniente de las antípodas que le llegaba a través de aquel agujero. Por la mañana cuando yo salía, su bulto seguía enterrado en la cama; creo que el pobre no lograba acomodarse a la diurnalidad inglesa.

Por su parte, el culipardo, -sin ánimo de ofender-, acababa de llegar a Londres con el proyecto de aprender inglés, y rápidamente se puso de acuerdo para trabajar en el servicio matutino de cafetería a cambio de la estancia. Tenía una mata de pelo roja y una piel sin gota de sol, había cumplido veinticuatro años y era lo que se dice un mozo de factura diestra. A todas luces le sobraba energía para ser buen camarero, por el modo titánico en que desplazaba su fuerza manchega entre las mesas más parecía dispuesto a robar la comida que a punto de servirla; algunos silencios elocuentes a su paso sugerían, no obstante, que más tarde en el día, admirando el colorido otoñal en los majestuosos árboles del parque San James, incluso las huéspedes menos frívolas revivían el calor del desayuno. No cabe duda de que su imponente volumen estaba graciosamente distribuido en el conjunto, era un joven bien construido de pies a cabeza y esto era tan visible como el hecho de que no se envanecía por ello. Era por la sombra de gravedad que se presentía en su expresión, como si empezara a acusar la influencia de un reciente ordenamiento, – si es que puede llamarse así al descubrimiento de la dignidad; pero fuese lo que fuese aun no se había asentado en su rostro de forma coherente e irrevocable, si la frustración había comenzado a hacer de él un hombre fue justo ayer y su juventud atenuaba cualquier emoción dolorosa que estuviese contrayendo. Pero mejor voy a la escena que, junto a la causa de todo, me reveló la que era su cualidad más encantadora y memorable: la franqueza terminal de sus comentarios, todo cuanto decía parecía estar cansado de callarlo, mientras narraba él mismo se escuchaba pagado de sí, sorprendido y encantado; no he visto jamás mayor unanimidad, era un placer observar que prácticamente le invadía la alegría de verse obligado a hablar. Yo no diría que entre nosotros emergió un sentimiento de amistad, pero sí que ocurrió lo que suele cuando uno que sufre soledad y necesidad de hablar se encuentra con otro que tiene tiempo de sobra, la mirada atenta y una serena curiosidad. Una tarde se encontraba enfrascado en cosas de lo más normales en la habitación, arriba y abajo en un silencio que se me antojaba muy poco creíble, – naturalmente cualquiera reconoce presagios a toro pasado – y entonces tropezó oportunamente con un canto de la moqueta y cayó de rodillas, lo que le ofreció la ocasión de levantarse de un salto sonriendo de cara a mí.

Yo tenía una novia. Hace cinco meses me encontraron un cáncer testicular. Y me dejó, – dijo, y se derrumbó en la cama, quedando boca abajo inmóvil en lo que pareció un intento de caer dormido para no tener que seguir por ahí. Pero a los pocos segundos levantó la cabeza de la almohada y prosiguió. Elsa poseía un don innato para reconocer lo falso, tenía un sentido despectivo para los errores, las cosas taradas o faltas de rango. Todos en su familia trabajaban en líneas aéreas, eran comandantes o sobrecargos o asistentes, todos volaban, todos adoraban a Louis Vuitton y todos en bloque sentían espanto por el rímel de Mercadona. Elsa era como el resto de la tripulación, adoraba las marcas; sus tesoros eran un ajedrez y un bolso Amazon de Loewe hechos de piel, de la mejor piel. Con el diagnóstico casi sentí que infringía una ley. Se lo conté a mi novia. Se me abrazó llorando y me dio mil besos. Fue una auténtica primera comunión, fue como encontrar cobijo cuando estás lejos de casa. Una semana más tarde se me volvió a abrazar llorando y me dijo que me quería mucho pero no podía soportar este dolor. Tan pronto lo soltó se secó los ojos y adoptó una mirada insulsa, ducal; ella era una gran biografía, yo un proyecto descarriado, no, peor, una réplica desenmascarada en el último segundo. De la mejor piel o nada.

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