Que no…

noviembre 2, 2014

Estaba en Oropesa. Necesitaba un bocata y una coca cola. Había una terraza. Para llegar tenía que bajar el whike de la acera aprovechando una rampa de minusválidos y aparcar. Dos mujeres la obstaculizaban de espaldas a mi. Como no se quitaban emití un silbido. Se volvieron mirando la vela como si se les viniera a los ojos. Una exclamó ¡ay perdona!, y será que las disculpas y la compasión se dan bien juntas pues añadió, ¿te podemos ayudar en algo?. Suspiré y sonreí. Cruzaron. Yo hice mi maniobra.

En la terraza la última mesa libre era una grande de seis. Le pregunté al camarero si podía sentarme en ella. Por supuesto, zanjó. Desapareció en busca de mi bebida y entonces llegaron cinco también en atuendo deportivo y se sentaron en mi mesa completándola. Llegaron y se sentaron sin decirme ni pío. Yo que he viajado mucho ni me extraño ni me incomodo por esto, así que allí seguí tranquilo mirando el mar y esperando. Entonces se pusieron a hablar entre ellos, en el lenguaje de los signos, eran sordomudos. Uno de ellos me preguntó por gestos si el whike era mío. Yo le contesté igualmente.

Entretanto, las dos mujeres no habían ido muy lejos, a por dinero al cajero de enfrente, y estaban de regreso y tomando una mesa pequeña que había quedado disponible detrás de la nuestra. Al ver el grupo de sordomudos que éramos, la compasiva se lamenta de nuevo: ah!, ya sabía yo que algo malo le pasaba con esa bici tan rara. Si, le responde la otra, ya le pueden pitar ya. Yo casi iba a responder y a continuación jurar que había sido un milagro. Pero llegó mi bocata.

Entonces tres mesas más allá una pareja y un crío de cinco años terminaban y se levantaban. El niño se acerca al whike con la boca abierta: ¡hala, qué chulo!, ¿eso para qué sirve papá, para volar?, ¿es de ese hombre?, le preguntaba mirándome. Y su padre: si hijo, pero no creo que te oiga. Y yo en silencio, con la boca llena… No soplaba ni el viento.